El Espíritu Santo y el don de la sym-patheia.


El hombre espiritual está inmerso en el Soplo que hace vivir los mundos y que reviste de belleza la hierba de los campos. La apertura de esta respiración carismática, -“respirar el Espíritu…” más profunda que la respiración ordinaria, exige el pasaje por la Muerte-Resurrección del Señor, renovado sin cesar por una muerte-resurrección. La invocación “se adhiere” a la respiración, la pneumatiza y Dios (porque se trata de un don, no de una conquista) la une a la misma pulsación de la sangre. El hombre deviene oración, sacerdote del mundo sobre el altar de su corazón. El espacio-tiempo que determina el latido del corazón no es ya una prisión indefinida sino un templo con muros de luz.

Cuando el alma consigue purificarse totalmente de las pasiones y unirse y mezclarse con el Espíritu Paráclito, dice una homilía macariana, y cuando es juzgada digna de transformarse en espíritu, fundida con el Espíritu, entonces deviene luz total, ojo total, alegría total, amor total, misericordia, bondad, caridad total… De la misma manera que una piedra en el fondo del mar está rodeada de agua por todas partes, aquellos que han sido hechos dignos de convertirse en hijos de Dios y de nacer de lo alto por el Espíritu, unidos de todas formas al Espíritu Santo, se hacen semejantes a Cristo. Los frutos del Espíritu se manifiestan siempre y en todo por intermedio de ellos . Estos frutos del Espíritu son los carismas del servicio y del amor. El hombre espiritual, sumergido en la unidad trinitaria, no está separado de nada ni de nadie; experimenta en el Cristo único la realidad del hombre único. “Separado de todos, está unido a todos”, según la célebre fórmula de Evagrio. Comprende la identidad de la libertad y del amor.

A fuerza de humildad, de oración, de servicio y de acogida, el hombre espiritual recibe una apertura simultánea al otro y a Dios. Cuando se encuentra frente a su prójimo en una actitud de pobreza interior y de recogimiento, las palabras justas suben de su corazón sin que él las haya premeditado. “El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que lo ha enviado, ese es veraz; no hay impostura en él” (Juan 7,18).

El carisma de la compasión (sympatheia), del “amor santo y compasivo”, como decía Antonio de Kiev, que es participación de la locura de amor que hizo salir a Dios de su trascendencia hasta morir en una cruz, aparece como inseparable de los carismas de discernimiento y de clarividencia. Los que reciben el don de la sympatheia se vuelven capaces de sanar por medio de la gracia el sufrimiento más secreto del prójimo. Crucificados con Cristo, obtienen su ternura infinita -la katanyxis-.

El espiritual que ha recibido este carisma, desentraña en el prójimo, más allá de las máscaras, de los personajes, de las complacencias o de las huidas, una verdad olvidada: la de la persona. Las almas, que tan frecuentemente se odian a sí mismas y se creen odiadas, se abren bajo la irradiación de este amor carismático. Se descubren amadas. Descubren que el amor es posible.

Olivier Clement. Espíritu Santo y monaquismo hoy.

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