Juan 6, 35-40, Jesús se presenta ante la multitud proclamando: «Yo soy el pan de la vida«. Esta metáfora del pan refleja su papel como sustento espiritual, aquel que satisface las necesidades más profundas del ser humano. Al afirmar que quien viene a Él no tendrá hambre y quien cree en Él nunca tendrá sed, Jesús expresa la idea de que solo a través de una relación íntima con Él se puede encontrar la plenitud y la satisfacción espiritual.
Sin embargo, a pesar de sus palabras y señales milagrosas, Jesús reconoce la incredulidad presente entre la multitud. Él señala que aquellos que vienen a Él son aquellos que el Padre le ha dado, y promete que no los rechazará. Este acto de venir hacia Jesús no solo implica una acción humana, sino que también es obra del Padre que atrae a las personas hacia su Hijo.
Jesús revela entonces la voluntad del Padre, que consiste en que todo aquel que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna. Este mensaje resuena especialmente en el contexto pascual, ya que la resurrección de Jesús es el punto culminante de su misión terrenal y el fundamento de la esperanza de vida eterna para aquellos que creen en Él.
La conexión con la Pascua es evidente en la referencia a la resurrección en el último día. La Pascua cristiana celebra la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, inaugurando así una nueva vida para aquellos que lo siguen. Por lo tanto, en este pasaje, Jesús no solo se presenta como el pan de vida, sino también como el mediador de la vida eterna, cuya resurrección garantiza la esperanza para todos los creyentes.
Juan nos ofrece una profunda reflexión sobre la naturaleza de la fe, la relación entre el Padre y el Hijo, y la promesa de vida eterna a través de Jesucristo. En el contexto pascual, estas palabras adquieren un significado aún más profundo, recordando la victoria de Jesús sobre la muerte y ofreciendo esperanza a aquellos que celebran su resurrección.